Puente de Vallecas Experimenta. Hacer ciudad desde los barrios

Puente de Vallecas Experimenta

Por Jorge Martín

 

«¿De qué diámetro la cuerda?», pregunta una mediadora a un par de participantes del taller. Y sigue: «¿Cómo la queréis? Veo que entre las que se pueden comprar hay de muchos tipos». Las dos participantes se miran y se ríen. «¡Ni idea!». La conversación se desarrolla alrededor de una mesa en el Centro Cultural del Pozo del Tío Raimundo en la que están sentadas algunas de las mediadoras del proyecto Puente de Vallecas Experimenta con diferentes participantes del taller. Cada mediadora busca por internet los materiales que necesita cada equipo para su proyecto. Es el primer fin de semana del taller y los equipos deciden su lista de la compra, una lista que se perfilará durante las semanas siguientes para terminar construyendo los prototipos de cada uno de los proyectos.

Lo sorprendente y a la vez fascinante de este pequeño fragmento de conversación es lo que encapsula. Desvela, por un lado, el desconocimiento de los participantes sobre la materia con la que van a trabajar. Evidencia, por otro, que justamente ese desconocimiento hace necesario el trabajo en colaboración. Y, además, muestra que todo esto puede hacerse de una forma festiva.

Hace más o menos un mes y medio me invitaron a relatar el proyecto de Puente de Vallecas Experimenta, el quinto Experimenta Distrito desarrollado en Madrid, después de la experiencia pionera en 2016 realizada en el distrito de Villaverde y de los tres desarrollados en 2017 en los distritos de Fuencarral, Retiro y Moratalaz. Experimenta Distrito propone talleres de experimentación y producción de conocimiento que se desarrollan con la metodología de laboratorio ciudadano en los barrios de la ciudad; es decir, son talleres coproducidos con un público local y que pretenden integrarse, imbricarse y colaborar en el contexto específico de un territorio concreto. El reto de estos laboratorios en concreto es, a diferencia de otros que se desarrollan en Medialab, la vertiente territorial de los mismos: son laboratorios donde experimentar por y para el distrito y el barrio.

Puente de Vallecas Experimenta es un proyecto complejo: por la cantidad de actores implicados, por las múltiples prácticas desplegadas y coordinadas en tan poco tiempo, por la variedad de saberes puestos en juego, y por los desplazamientos y trayectorias que cada participante hace en el trascurso del proyecto para recolocarse desde las condiciones de partida hasta el resultado final.

Cuando empecé a plantearme cómo abordar del texto comencé a trabajar con preguntas un tanto abstractas, difíciles de entender si no se ponían en relación con un contexto específico. ¿Qué es exactamente un prototipo ciudadano y para qué sirve? ¿Qué diferencia hay entro lo público y lo común? ¿Cómo se da forma a un laboratorio ciudadano y cómo se traslada a un barrio o distrito de la ciudad? ¿Qué genera ese laboratorio exactamente en los barrios? Parecía que el objetivo del relato debía dirigirse a intentar descubrir qué significa trabajar desde una institución pública en los barrios para desplegar una política de lo común (¡toma ya!, ahí es nada). Por el contrario, conforme me fui metiendo en el proyecto, las preguntas fueron desplazándose hacia temas más mundanos; me interesaba descubrir lo cotidiano del laboratorio, las cosas pequeñas, y entender su materialidad.

A lo largo del taller, me di cuenta de que no sería posible contestar las preguntas desde un nivel abstracto; eran demasiado genéricas. Me interesó, sin embargo, intentar desentrañar la relación entre las instituciones, la gente y las cosas, tres elementos que aparecían constantemente interconectados. Así que pensé que lo que podía hacer era intentar contar mi propia experiencia dentro del proyecto y así apuntar algunas formas que podrían ser útiles para seguir pensando la práctica y la política de lo público y lo común.

Para poder empezar a trabajar me pasaron desde Medialab el contacto de Isabel Ochoa, la coordinadora del proyecto, y me invitaron a la presentación que iba a hacerse de los proyectos seleccionados. La presentación se llevó a cabo en el Centro Cultural del Pozo del Tío Raimundo. Cuando llegué, el lugar desde fuera me pareció un tanto sobrio y frío. El edificio, de un ladrillo rojo intenso, simétrico y algo posmoderno, tenía la entrada al centro cultural en la primera planta. La puerta de acceso, metálica y opaca, como de salida de emergencia, no permitía ver el interior. Sin embargo, al entrar la sensación de frialdad se esfumó. Tras pasar un pequeño hall, se llegaba a un espacio central, también de ladrillo, con un lucernario que lo cubría completamente. El espacio era una especie de reinterpretación del patio castellano, con su zona porticada alrededor y un espacio central iluminado cenitalmente. Había mucha luz y bastante ruido, uno de los problemas que acompañaron inevitablemente el desarrollo de los talleres posteriores, que se llevaron a cabo en el mismo centro cultural. Y también había bastante gente; gente colocando sillas para la presentación, invitando a otros que se acercaban a sentarse, y organizando los detalles para la presentación de los proyectos seleccionados.

La intención era que los promotores de los proyectos seleccionados los presentaran para que quien quisiera se apuntara como colaborador/a. Los proyectos que se iban a desarrollar eran diez, elegidos entre un total de 47. Entre los seleccionados había propuestas muy variadas. Había uno para hacer una sombra en la plaza de enfrente de la estación de Entrevías, otro para acondicionar la Plaza Vieja con juegos infantiles, y un tercero para intervenir alcorques en el recorrido desde el Bulevar hasta el Solar de la Palmera. Había también un proyecto que proponía hacer una valla musical para un colegio del barrio y otro un huerto-jardín de los sentidos. Un sexto promovía un programa de mujeres mayores en Radio Vallecas, y otro quería hacer un mapeo de lugares abandonados, en desuso o cerrados, como forma de evidenciar procesos de degradación del barrio. Un octavo proyecto quería generar lugares de seguridad entre personas que conviven con sufrimientos relacionados con la salud mental, y el noveno, una red para la iniciativa cultural entre adolescentes. Por último, se había seleccionado un proyecto para crear un generador de electricidad portátil que funcionara a partir de una bicicleta y que pudiera dar cobertura a diferentes tipos de actividades y eventos.

Entre las organizaciones promotoras había asociaciones vecinales, fundaciones, colectivos sociales y particulares. También, entre las instituciones públicas, además de Medialab, había dos más implicadas: el Centro Municipal de Salud Comunitaria, un agente clave durante el desarrollo del proyecto, y el Centro Cultural del Pozo, que tuvo a bien acoger la celebración de los talleres. Aquel primer día conocí a la gente que promovía los proyectos y al equipo de mediación. Solo me presenté a Isabel para que me fuera poniendo cara. No quería interferir, pensaba. Al terminar la presentación nos acercamos a tomar un pequeño piscolabis que habían preparado.

También asistí a una segunda presentación un par de semanas más tarde en Medialab; con la finalidad de que la gente se fuera conociendo poco a poco, se hizo una pequeña dinámica de mediación, una especie de introducción al taller. Estas dinámicas se fueron repitiendo a lo largo del taller, siempre con la intención de compartir experiencias, de conocerse y de acercarse.

Aterrizar

Cuando volví de nuevo al Centro Cultural del Pozo el primer día del taller, ya estaba (o estábamos) más o menos familiarizado con las caras de los participantes y con el lugar. Teníamos por delante un primer fin de semana de trabajo en el que todos los equipos estarían presentes; después habría dos semanas de trabajo en que cada equipo y proyecto se organizaría a su manera; y para terminar, durante el segundo fin de semana se materializarían los prototipos de los proyectos, con una presentación final y una fiesta.

El primer fin de semana se dedicó a pensar y desarrollar las ideas de los proyectos, y se establecieron tres fases para ayudar a guiar y facilitar el trabajo. Primero había que aterrizar la idea y conocer a las personas colaboradoras. Después, se diseñaría y definiría la idea. Y, por último, se pensaría en la materialidad de esa idea para hacer una lista de la compra. Cada día se repartieron fichas o pequeños documentos que permitieran darle forma a cada uno de los objetivos. En esos documentos se hacían pequeñas preguntas o se ofrecían posibles puertas a hipotéticos callejones sin salida.

El viernes lo dediqué a ir conociendo un poco más a la gente que participaba en el taller, un elenco heterogéneo y fascinante. Me sentaba discretamente en las mesas y dejaba que hablaran mientras hacía fotos a sus manos (práctica que fui repitiendo reiteradamente para acompañar el relato). Si era necesario, me presentaba como el relator del proyecto, etiqueta que me incomodó desde el principio, pero que no pude evitar. Si no era necesario, intervenía y hacía comentarios cuando creía que tenía algo que aportar a las ideas que se estuvieran discutiendo. Eso lo estuve haciendo prácticamente durante todo el taller, aunque conforme avanzaba, me fui implicando más en algunos proyectos que en otros, por dos razones: por una parte, por mis propias afinidades; y por otra especialmente importante, para respetar la propia dinámica interna de algunos proyectos, que en muchas ocasiones pedían algo más de intimidad.

Mediar

La mediación es el arte de cómo hacer un lugar común. Juan Gutiérrez

El segundo día de taller me centré en entender el contexto del proyecto, y el papel del equipo de mediación y del resto de profesionales que colaboraban en él. Además de las mediadoras, había un equipo mentor, otro de producción, la gente del catering y un variado grupo de documentalistas e investigadoras. Experimenta Distrito ya estaba en su tercera edición, había suscitado interés y hubo varias investigadoras ese primer fin de semana que vinieron de Portugal, Alemania e Italia para conocer el proyecto. Algunas, como Carolina, que estaba preparando un proyecto similar en Lisboa, querían entenderlo para replicarlo. Para otras era parte de sus investigaciones académicas. Entre las que documentaban, cada una tenía un papel: una grababa en vídeo, otro en audio para un podcast, otra hacía fotos y otra daba la cobertura en redes sociales.

Conocí a Laura, Cecilia, Marianna, Helena y Cristina, el equipo de mediación, y a Pascual, Marta, Isa y José Ramón, el equipo mentor. En alguna de esas conversaciones pude hablar con algo de detenimiento con Isabel y con Laura sobre el papel de la mediación.

Es difícil el rol de la mediación, y en muchas ocasiones también precario, me contaban. El que media es alguien que debe estar presente, disponible, pero a la vez no destacar, pasar desapercibido, ser, en cierto modo, periférico. Es alguien que acompaña, que posibilita, que facilita que las cosas pasen, o que las cosas sigan pasando sin que los imprevistos puedan desbarajustar los planes o, justamente por los imprevistos, que las cosas pasen de otra manera, pero que pasen.

Mediar implica redactar correos, preparar plantillas de fichas y documentos de guía, hacer hojas de ruta, organizar espacios y reuniones, conectar con asociaciones, reunirse con ellas y contarles el proyecto, hablar con las personas participantes, sugerirles ir por un camino en vez de por otro, ayudar a desencallar caminos que parecen no tener salida, aportar recursos, estar disponibles para acotar y simplificar, y múltiples cosas más.

Sentado en una de las mesas con Isabel mientras resolvía pequeños problemas logísticos, me contó cómo el proyecto había llegado hasta allí. Me explicó brevemente cada fase, sus tiempos y sus prácticas concretas. Mediar implica muchas prácticas distintas, y es evidente que no todas pasan a la vez.

En el caso que nos ocupa, la mediación comenzó en septiembre de 2018 con la idea de hacer un nuevo Experimenta Distrito, pero esta vez introducirse en el barrio a través de un lugar diferente, me contaba Isabel. Esa diferencia consistía en implicar al barrio a través de una institución que no fuera directamente la Junta de Distrito, como en las convocatorias anteriores. Decidieron abrir una convocatoria a los Centros Municipales de Salud Comunitaria (CMSC) de Madrid para que fueran las instituciones locales las que acompañaran el proyecto desde los barrios. El CMSC de Puente de Vallecas aceptó el reto.

El primer escollo, me decía Laura en otra conversación, fue conseguir que el tejido asociativo del barrio aceptara un proyecto como suyo; es decir, había que evitar «colonizar» el barrio con prácticas ajenas. La reticencia inicial por parte de algunos de los agentes locales fue importante. «Ya vienen aquí los del centro a decirnos cómo hacer las cosas». «Nada más lejos de nuestra intención», subrayaba. Lo que querían era todo lo contrario, convencer al tejido asociativo de que el proyecto era una oportunidad para hacer cosas para el barrio y sobre todo desde el barrio, y que lo que Medialab podía aportar era una pequeña infraestructura y algunos recursos para hacerlo posible.

Los primeros meses del trabajo de mediación se dedicaron a dar a conocer el proyecto en el barrio, y para eso se apoyaron en el CMSC de Puente de Vallecas y en personas e instituciones «ancla», como las llamaron: el asesor del concejal del distrito, las dinamizadoras vecinales de los barrios que componen el distrito y las asociaciones vecinales, con los que se fueron reuniendo y contando el proyecto. Y añadían que los proyectos no tenían porqué ser nuevos; podían ser ideas que ya estuvieran planteadas o esbozadas y que por falta de medios no hubieran podido iniciarse todavía.

Me sorprendió especialmente la capacidad de navegación que tenían las medidoras para desenvolverse entre diferentes lenguajes de una forma tan ágil y fluida, cada uno dirigido a diferente tipo público. Tan pronto estaban redactando solicitudes para licencia –por ejemplo, el permiso para que los chicos y las chicas del proyecto ValleKrea acondicionaran la Plaza Vieja, o pedir a Adif que permitiera al proyecto Habitando la Plaza ocupar la explanada enfrente de la estación de Entrevías– como lidiaban con imprevistos materiales en el centro cultural. Hacían presentaciones públicas del proyecto donde debían medir las palabras, para que no fueran ni muy técnicas ni demasiado abstractas, pero lo suficientemente atractivas para animar a la participación; y también se tenían que desenvolver en un lenguaje mucho más ejecutivo en las reuniones. Y, por supuesto, a todo eso se añadía una actitud siempre positiva. Se notaba que se divertían, y eso conseguía animar a los demás a que disfrutaran, es decir, propiciaban espacios de encuentro e intimidad y, por qué no, de cuidado mutuo también.

La mediación, por tanto, se producía a múltiples niveles y entre diversos cuerpos, entidades y participantes. Y era en ese mediar institucional, ejecutivo o íntimo donde lidiaban con la construcción de lo común, donde las delimitaciones entre público y privado se desvanecían. Ese mediar conseguía desplegar una forma de hacer que permitía pensar en abierto y construir lo común desde una sensibilidad que cambiaba las reglas de juego.

Prototipar

El domingo me incorporé a la mesa de trabajo del proyecto La Melodía Que Nos Une poco antes de que decidieran los materiales que había que comprar. Algo me enganchó; vi que podía aportar ideas. Mi rol dentro del grupo, más que de relator, pasó a ser de colaborador o incluso de mentor, no quedó muy claro y tampoco fue necesario aclararlo. Ser algo indefinido, en este caso, tiene muchas ventajas; podía entrar y salir de forma fluida, y mis contribuciones, por pequeñas que fueran, eran siempre bienvenidas, cosa que me permitió experimentar el proyecto también desde dentro. Me incorporé al WhatsApp del grupo y seguí su evolución hasta el final del taller (y más allá).

El proyecto de La Melodía Que Nos Une lo propuso la asociación de familias del colegio Manuel Núñez de Arenas. La idea inicial era hacer una valla musical compuesta por elementos sonoros que se pudieran acoplar a la valla del colegio para así hacer «audible» la relación entre el colegio, la calle y el barrio. Se decidió desde el primer momento hacer instrumentos musicales adaptados a la valla. Cada instrumento fue diseñado de forma específica por un fluido grupo de madres y padres, que iban y venían. No todos estuvieron todos los días, ni todas participaron en la definición de todos los instrumentos. Algunas participaron más que otros. Algunos participaron más en la fase de comunicación, otras en las ideas previas y otras más en la fase de construcción. Además de las familias, que incluían también alguna niña y algún niño, nos incorporamos al equipo un colaborador, una mentora, que además era una de las madres, y yo.

El equipo mentor, a diferencia del encargado de la mediación, tenía el rol de ayudar y guiar a los diferentes grupos para concretar cuestiones «técnicas» específicas; las mentoras y mentores hacían las veces de expertas participantes, es decir, ponían su conocimiento a disposición de los proyectos. Tenían más experiencia en ciertos campos profesionales y podían ayudar a canalizar las ideas que surgían, que tendían a ser vagas inicialmente. Cinco personas integraban el equipo mentor durante el taller: una arquitecta técnica, un arquitecto, una programadora informática, una antropóloga y un dinamizador cultural. Cada una ayudó a diferentes proyectos, según las necesidades. Si las personas participantes, en muchos casos, tendían a abrir y expandir las ideas de los proyectos, cosa sin duda necesaria, la mentoría ayudaba a acotar, dirigir y concretar.

Muchas fueron las ideas que se barajaron, siempre con la mente puesta en que debía poderse construir durante el segundo fin de semana del taller, y que además fuera de interés para las niñas y los niños del colegio.

Las ideas surgían en cadena. Alguien apuntaba un instrumento que vio una vez y esa idea daba lugar a otra de otra persona que decía que había visto otro similar. Se buscaban las referencias en internet, y poco a poco se perfilaron cuatro posibles instrumentos. Primero, la «maraña telefónica», un conjunto de tubos corrugados rojos que se iban a enrollar en la valla del cole y donde desde un extremo de cada tubo se podía conectar, hablar y susurrar al opuesto. Como los tubos estaban enmarañados, lo difícil y a la vez juguetón de ese instrumento consistía en adivinar cuál era ese extremo opuesto. El segundo era una «valla flamenca», que se haría replicando geométricamente algunos ritmos de palos flamencos: una soleá, un fandango y una seguiriya. El tercero se denominó «vallarpa», una especie de arpa anclada a la valla, que se iba a hacer con cuerdas de guitarra y un tubo de PVC que haría las veces de caja de resonancia. Y el último era el «tubófono», un instrumento de percusión afinado hecho con tubos de PVC de diferentes longitudes.

Al final de la mañana se elaboró una primera lista de la compra básica que se presentó a las mediadoras. No valía con definir un tornillo, había que decidir dimensión, grosor, longitud y material exacto, y la decisión se tomaba entre varios…, y así con todos y cada uno de los materiales de cada uno de los proyectos. Fue en ese momento en el que se decidieron los detalles, cuando todos los proyectos confluyeron y cuando múltiples trayectorias se entrelazaron en una especie de embudo. Cada proyecto había llegado a su primer hito: había concretado su lista de la compra.

Comer

En esos momentos de la comida, muchos nos quitamos la máscara, nos desprendemos del rol que se nos ha asignado. Si hace un momento discutíamos sobre tubos de PVC y longitudes de tubos, o sobre gestión de horarios, en la comida uno se puede permitir preguntar sobre otras cosas. Conocer un poco a las personas. De dónde vienen, a qué se dedican. Es decir, empiezas a tejer red, estableces espacios de intimidad.

La comida, como situación periférica de las prácticas de producción, pasa muchas veces desapercibida. Y cuando digo la comida, digo también el café o los pequeños encuentros informales. Sin embargo, esos momentos son cruciales para los objetivos del taller. Después de terminar cada día, el taller se remataba tomando unas cañas en el Amigo José, un bar cercano.

Construir

Al llegar al centro cultural el segundo fin de semana, me encontré con una cantidad de materiales que aquello parecía más una obra en construcción que un taller de acción cultural. Tubos de PVC de tres metros de largo, palés, desatascadores, bridas, serruchos, taladros, tornillos y otros tantos materiales que podrían hacer pensar que lo que había que hacer allí era reparar las cañerías del centro. Pero no, los materiales iban a ser maceteros, casitas de pájaros, rayuelas y mesas de cultivo.

Las familias del colegio se pusieron rápido manos a la obra. No tenían mucho tiempo y debían comprobar que tenían todo lo que necesitaban. Querían materializar los cuatro prototipos que tenían pensados, aunque al final solo se construyeron tres y se dejó la «vallarpa» para más adelante. El más espectacular fue el «tubófono», por lo grande y vistoso.

El «tubófono» consistía en un instrumento de percusión que reproducía una doble escala diatónica en do. Se hizo con quince tubos de PVC, sus respectivos codos con las abrazaderas metálicas y unas tapas para que no se llenaran de agua. Tanto el grosor como la dimensión de cada uno de los tubos se decidieron replicando un instrumento similar encontrado en un vídeo de YouTube. Para el remante final del instrumento se usó espray de colores y se compraron dos pares de chanclas rojas, que harían las veces de baquetas.

Cuando llegué, ya estaban trabajando. Una madre medía y calculaba la longitud de los tubos para que el do fuera un do y el re, un re. Las longitudes las sacaron de una tabla bajada de internet. Mientras tanto, dos padres iban cortando los tubos, junto con Bernardo, el colaborador que se les había unido. Una quinta madre y a la par mediadora pegaba los codos entre sí entre un olor intenso a pegamento que llenaba todo el espacio de un hedor un tanto agobiante.

En la mesa de al lado, estaba también la gente del proyecto Huerto-Jardín de los Sentidos haciendo una de las cuatro mesas de cultivo que tenían previstas. La mesa se hizo con madera reciclada de palés de obra, y fue montada gracias a la pericia de Mónica, la mentora que los ayudó a diseñar y organizar las piezas de un puzle complicado de montar.

Presentar y celebrar

El último día ha llegado y el taller está a punto de acabar. Todo es bullicio poco antes de las 12:00 h en el centro cultural. Las familias del colegio están terminando de pintar y montar los instrumentos, igual que el resto de los proyectos, que están dando los últimos toques a sus creaciones. Los que querían hacer una sombra en la plaza de la estación han hecho una pequeña maqueta, a falta de un prototipo a escala real. La gente del proyecto de Locus Convivii [G1] está[.2]  terminando de pintar unas máscaras. El proyecto de Voces y Recuerdos a Pie de Calle ha montado una exposición con imágenes y aprovechan para recoger testimonios, y así hasta diez proyectos. Las mediadoras insisten en que, además de preparar la presentación, es muy importante documentar el proyecto, pero ya la gente no está para hacer muchas cosas más, eso ya lo harán otro día. Ahora quieren terminar lo mejor posible lo que están haciendo.

Se coloca una pantalla, pero hay tanta luz que no se ve nada. Se traslada la pantalla a un lugar un poco más oscuro y, con ella, todas las sillas. El equipo de sonido ya está preparado… Pero la gente sigue ultimando los detalles. Los equipos que han estado trabajando fuera del centro van llegando.

En la presentación final cada proyecto cuenta lo que ha hecho. No hay más de diez minutos por grupo, y además casi todos conocen ya los proyectos. Se centran en lo conseguido o por conseguir. Algunos presentan ideas para realizar en el futuro, dos semanas no dan para mucho. Las penúltimas en presentar son Locus Convivii[G3] , que iniciaron el proceso queriendo pensar en cómo construir un lugar de seguridad para jóvenes que conviven con sufrimientos relacionados con la salud mental, y acabaron, según ellas mismas cuentan, creando ese lugar durante los encuentros de los talleres. A modo de regalo, han impreso unas bolsas con la frase «Esta bolsa es un lugar de seguridad», que muchos aceptamos con gratitud.

El último es el equipo de La Melodía Que Nos Une. Carlos, uno de los padres, lo cuenta de una manera muy emotiva. «El logro –dice– ha sido juntar a tanta gente y vibrar juntos; sentir la música que todos llevábamos dentro, en nuestros corazones». Nos deja a todos con la lagrimita en los ojos. Termina invitándonos a probar los instrumentos de la valla… Y allí estamos, un grupo de fácilmente treinta o cuarenta personas tocando tres instrumentos inventados para el barrio y para unos niños que los descubrirán mañana lunes. Hay muchas sonrisas entre los presentes y ninguna extrañeza, pese a que pocos de nosotros nos conocíamos dos semanas atrás.

Colaborar: pensar en abierto

Repasando la experiencia confirmo que un punto fundamental para el desarrollo del taller ha sido la importancia que se le ha dado a la colaboración, la práctica del trabajo en común, que me gustaría interpretar aquí desde la idea de pensar en abierto. Comenzar a pensar un proyecto en abierto es, en cierto modo, aceptar la propia incapacidad para llevarlo a cabo solo; es permitir que otras personas, instituciones y situaciones –incluidas las incertidumbres y los imprevistos– entren a formar parte de su proceso de creación, ideación, producción y documentación, y descubrir que, en esa interacción con y de los otros, el proyecto mejora, crece y se supera, o al menos cambia y deriva hacia lugares insospechados. Pensar en abierto es incluir la colaboración en el proceso de trabajo y permitir que esa colaboración de los otros, de los que no son tú, cambie, dé forma y hagan también suyo un proyecto que inicialmente era tuyo.

Puente de Vallecas Experimenta rezumaba desde el principio ese espíritu colaborativo. La competición no estaba presente entre las mesas de trabajo, más bien todo lo contrario. Lo que había era una actitud cargada de inseguridad manifiesta: nadie sabía muy bien qué estaba haciendo allí, pero lo que sí sabían es que querían hacer algo.

De hecho, la colaboración dentro de Puente de Vallecas Experimenta no emergió de forma fortuita, había sido más bien una premisa estratégica; una premisa de trabajo planteada desde el inicio de los talleres, en los que el metaobjetivo no era tanto dar forma a proyectos concretos, sino que cada uno de estos desplegaran su propia red de relaciones y que consiguieran trabajar en colaboración con otros agentes del barrio. Para conseguirlo, Medialab –poniendo a disposición sus recursos e infraestructuras– facilitó la generación de espacios para pensar en abierto, donde las reglas de juego pudieran cambiar.

Inicialmente, mi intención era quedarme al margen de los proyectos y contar la experiencia como observador externo, pero no pude. Me sentí apelado por esa sensación de celebración, y por la forma en la que se nos invitaba a todos a inmiscuirnos en lo de los demás; a ser, en cierto modo, periferia constructiva; a pensar en lo de los otros, y así pensar con los otros.

Ver cómo en poco más de dos semanas los proyectos entraron con una forma un tanto vaga y salieron mucho más definidos fue una grata sorpresa para mí, porque, inicialmente, al ver las primeras presentaciones, tuve dudas sobre qué se podría conseguir en tan solo dos semanas. No es que pensara que los proyectos fueran mejores o peores, todos proponían trabajar ideas muy estimulantes. De lo que dudaba era de la capacidad que habría para trabajar en tan poco tiempo.

Sin embargo, me sorprendí. En ese tiempo, algunos proyectos se concretaron más, otros redujeron su alcance, otros experimentaron problemas y avatares que les obligaron a posponer su puesta en marcha o reducir su materialización a algo más efímero y volátil; y muchos, la mayoría, comenzaron un proceso de trabajo y establecieron vínculos y conexiones que prometían, al finalizar el taller, expandirse hacia el futuro. En todo caso, todos necesitaban y querían la ayuda de los demás. Y en ese estar dispuesto a recibir ayuda se establecieron necesariamente nuevas relaciones personales que fueron más allá de lo puramente funcional, se fomentó la creación de vínculos afectivos.

Institución de lo común

En mi camino de vuelta a casa, reconozco los lugares de un barrio antes desconocido para mí. Dejo atrás la zona del Pozo del Tío Raimundo, que ha sido el lugar que ha acogido el taller estas semanas. Paso por la avenida de Entrevías, con la explanada frente a la estación, donde espero que dentro de unos años esté la sombra que las vecinas y vecinos plantean. Y paso también cerca de la Plaza Vieja, donde deben de quedar todavía rastros de tiza de las rayuelas.

Una de las dificultades con la que se enfrenta Experimenta Distrito cada vez que llega a un nuevo territorio es descubrir cómo trasladarse a lo que se supone que es la periferia de la ciudad para ponerla en el centro. Una trabajadora del centro cultural nos contó que en Vallecas se dice que «Madrid es un barrio de Vallecas». Todo barrio es el centro de la vida de su gente, y poner eso precisamente en valor es sin duda parte del reto del proyecto. Para una institución, ese ejercicio significa desprenderse de su propio centro e intentar habitar otros centros, es decir, situarse en la periferia de los otros, y así construir comunidad.

Y me pregunto, ya para concluir, si el proyecto que he descrito no será algo más que un taller (o si justamente esto es lo que los talleres deberían ser). Si no formará parte de un conjunto de prácticas que permiten vislumbrar otras formas de hacer, más cercanas y más receptivas a lo que la ciudadanía demanda; prácticas promovidas desde las instituciones públicas hechas por y con la gente; prácticas que superan la participación informada que pregunta si te gusta o no te gusta un proyecto; prácticas que pretenden reconfigurar la relación entre lo público y lo privado proponiendo lugares en común y lugares para lo común. Me pregunto si justamente estos espacios no son en sí mismos instituciones de lo común.

Si volvemos a la foto de la primera viñeta, vemos que en ella confluyen las trayectorias de la materialidad de la experimentación junto con el desconcierto y, a la par, la emotividad festiva del reconocimiento de la no experiencia, que, en vez de ser un escollo para la participación, es una excusa para trabajar en común. Estas dos características, creo, dan lugar a una forma de hacer que difiere de otros talleres y foros en los que he podido participar, y difiere justamente porque permite que esa inseguridad se manifieste.

Si hacemos el recuento de esas múltiples trayectorias que atraviesan el proyecto que hemos descrito, vemos que han pasado instituciones de refilón y otras que se han implicado en cuerpo y alma; vemos a muchas personas que, más allá de ser expertas o legas, estaban interesadas en compartir una experiencia de colaboración, en pensar en común y en abierto, y que lo han hecho posible a partir de la gestión de unos recursos públicos que son de todos, que además intentan revertir en todos.

Nos será entonces posible pensar una institución de lo común como una institución en construcción, como una suma de microprácticas. Es decir, en vez de partir de la idea de qué es lo que las instituciones públicas hacen, producen o construyen en el desarrollo de proyectos, la hipótesis de partida podría ser considerar que la institución de lo común se construye al desarrollar proyectos como Puente de Vallecas Experimenta.

Puedes descargar más abajo el texto íntegro con notas al pie y ficha del proyecto, y la publicación de la que forma parte: Laboratorios ciudadanos. Una aproximación a Medialab Prado.

Tipo de post
Blog
Autor
Arancha B